Como sabes, vivo en una ciudad que crece con desmesura. Nada queda detrás de las grúas y el hormigón. Ya son muy pocos los lugares para el milagro de la vida. Para el milagro de una mariposa y una avecilla.
En medio de todo esto, un pino, cerca de casa, se erguía orgulloso de sus ramas. Incluso, cosa bastante sorprendente, las grúas, las zanjas, los albañiles, habían tomado la precaución de cercarlo para que el paso de la maquinaria no le perjudicara. No te engaño si te digo que brindé por su suerte.
No se conocían nuestros dos protagonistas. No podían verse. Una hilera de casas les separaba. Sólo yo les hablaba al uno del otro.
El invierno trajo nuevas lluvias. Y el charco recibió el agua con gozo infinito. Su vida se prolongaba ya por dos meses. Formaba ya parte del paisaje. De ese paisaje que de tan cercano no vemos. Nuestros sueños viajan a lejanas montañas, a selvas legendarias, a mares remotos. Nos olvidamos de que la vida se expresa también en la flor que nace solitaria en el hueco del asfalto.
Pasaron los días, las semanas… el agua seguía sobre la calle, obstinada en no desaparecer. Aferrada al pequeño lugar que le había visto nacer. Pasaron las lluvias y su reclamo de vida. Sin embargo aguantaba como si fuera a durar eternamente. El pino, seguro en su cerco, observaba la evolución de los albañiles sobre los tejados en construcción.
He de confesarte que una noche, al refugio de la oscuridad coloqué dos grandes piedras a la entrada de la calle para impedir que los carros perturbaran la lenta agonía del charco que poco a poco iba desapareciendo.
Pero el destino nos tenía preparada una alegría. Un dieciocho de diciembre de nuevo la lluvia. Nos reímos los tres a carcajadas. Y no fuimos nosotros solos. Las tórtolas, cuatro palomas, tres erizos, una bandada de gorriones, diez mariposas, dos perros y catorce gatos, también lo festejaron a su manera.
Enero llegó con nuevas lluvias. Mis paseos se convirtieron en paradas a la vera del charco mirando embobado la inquieta y nerviosa vida que palpitaba en el fondo. Los albañiles acabaron su trabajo. Una remesa de nuevos vecinos con sus cosas se instalaron. El pino resistía, ajeno a su alrededor. Me comentó una vez que se pasaba el día recordando. Me acuerdo, me dijo, cuando aquí, aunque te parezca mentira, nada había. Una interminable extensión de flores lo presidía todo. Lo contó de tal forma que te juro que lo vi con mis propios ojos.
Hoy hace tres semanas que el sol nos saluda a todas horas. Hoy hace veinte días en que el charco se consume lentamente. Mentira, no quiero engañarme ni engañarte. Esta mañana ya no quedaba rastro de él. Puedes imaginarte mi congoja. Me detuve un largo rato sobre su esqueleto, acaricie sus cenizas. Contuve las lágrimas. Más que nada por los vecinos. Ya doy motivos para habladurías. No sumemos otra más
Con todo ese dolor doble la esquina. Me fallan ahora las fuerzas. El árbol yace en el suelo, como un barco varado. Todo él es una larga derrota.
Se han marchado los dos el mismo día. Qué extraño. Es confusa la vida y sus causalidades. No sé sí esta casualidad encierra algún significado oculto. Alguna clave que no comprendo. Lo único cierto es que no me acostumbro al dolor. Y como soy muy dada a las ceremonias, he cogido un trozo de rama y un poco del barro que aún queda. Pienso, cada año, encender una vela en su recuerdo. Ya ves, la existencia se construye de estas cosas. De pequeñas alegrías que nos sostienen y nos rodean tal y como somos. No me importa que todo se desvanezca después. Aún me quedas vos, para contarte mis historias y que juntos construyamos el hábitat que queremos.