A medida que vamos progresando en el año nuevo, se nos van olvidando los propósitos y esas frases tan recurrentes para justificar los brindis y los abrazos. Volvemos a los mismos pasos, pasos apresurados, angustiosos, a veces, sin sentido. Los buenos deseos se escapan por la alcantarilla y todo lo mágico de esos saludos, se contrapone con esta realidad asfixiante y sin pausas.
Acaso sería diferente si en vez de aguardar doce meses para renovar los propósitos, lo hiciéramos cada tres meses. De enero a diciembre, la distancia que media, es suficientemente larga para que el tráfago de esta sociedad nos suma en una amnesia malignamente provechosa.
De otro modo, llegado el treinta de marzo, constataríamos si nuestra lista de propósitos se ha ido cumpliendo con esmero, con amor y con lealtad hacia nosotros mismos. Y nos abrazaríamos con nuestros seres queridos y con nuestras amistades. Si la estadística nos demuestra que nos hemos quedado cortos en nuestras realizaciones, aún tenemos la posibilidad, dentro de otros tres meses, para enmendar el paso y sentir que cada minuto de esta existencia es lo más valioso que podemos recibir.
Y cuando nos encontremos con el retintín de las doce campanadas, en que se produce el cósmico relevo, es posible que hayamos cumplido el doble de propósitos, acaso, y digo sólo acaso, en el intertanto, y gracias a esta trimestral meditación ecuménica, los conflictos podrían haberse minimizado, las relaciones, recompuestas y la vida toda, podría ser mucho más digerible.
La vida está hecha de propósitos, pero estos propósitos, a veces se ocultan en los inusitados pliegues de esta misma azarosa existencia…