Agradezco nacer cada día tras el sueño, como casi todos, supongo. Agradezco asomarme a mi ciudad cada mañana y observar el trajín entre la gente trabajadora, tan viva en personas y avecillas. Las aves hace tiempo que perdieron la vergüenza y apostadas esperan como maná los restos de los alimentos urbanos; ya no se desplazan a los vertederos de basura, están más ricas la migajas de basura que dejan caer algunos transeúntes a su paso, y yo, vuelvo a estar agradecida por ser testigo directa de cómo cambian los tiempos. Cuando era pequeña, las aves picoteaban las frutas de los árboles y tan sólo paseaban por arriba del pueblo.
Oteando desde mi visor, el este me queda enfrente. Un ciudadano, diligente, se desplaza cada día de lado a lado de la ciudad. El té matutino, aquél sin cuya ingesta no puedo articular palabra, me espera caliente, no necesito mayor abundancia y sigo agradeciendo.
Hilvanando minutos en mi cotidianidad, reparo en lo hermosa que es la vida, en la grandeza de sus pequeños detalles, en que nada ocurre por casualidad, y me encuentro a gusto pensando lo tremendamente pequeña que soy y a la vez lo valiosa, lo única ante el universo.
El sol, un barrio, las aves, los conciudadanos, algo de filosofía, una ventana y una mujer que observa la vida con ojos, corazón y alma de mujer. Entonces reparo en esa palabra…¡Soy mujer! Dios mío, siento, amo como una mujer, vivo un cuerpo de mujer y eso es maravilloso. Tu pequeño milagro para conmigo.
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