El cielo es azul esta última mañana de agosto. El viento se hace presente en el rítmico balanceo del eucalipto de la terraza y en el baile sin ton ni son de los frágiles tallos de los arbustos.
La pura verdad es que no sé por qué recuerdo ahora a aquella pareja de cierta edad rondando ya los setenta, la vida hecha y los hijos fuera de casa y probablemente de sus vidas. Qué absurdamente hirientes son a veces las relaciones humanas, demasiado como para echarle la culpa a la casualidad.
En estos tiempos que corren, la vida se ha convertido en un puro acto de supervivencia, en un cotidiano salto al vacío, en un ir y venir de aquí para allá sin brújula ni equipaje, en un toma y dame en que la felicidad es un juego o un carro de marca con nombre de mujer… pero me estoy yendo por los cerros del Chirripó...
La historia que quiero contarles tiene que ver con el coraje, con la batalla al olvido, con la recuperación del recuerdo, con la justificación de una vida, pero será mejor que me deje de cosas y les diga su verdadero nombre: Alzehimer.
Terrible y amarga palabra que esconde tras de sí el dolor y el drama de una existencia consumida en vano porque te arranca la raíz, porque te ampunta la certeza de quién eres, porque te bebe el alma y se emborracha y ni siquiera te vomita despojos en los que poder seguir o adivinar tu propio rastro.
Fue una noche de invierno de hace unos tres años. Era sábado y estaba descansando para ver si por fin conseguía desprenderme de una gripe que me tenía bien agarrada junto al pecho y a la moral. Como suele pasar cuando una no tiene nada que hacer ni tampoco ganas de leer me entretuve con el control de la televisión. De pronto allí estaban. Ella se llamaba… pongámosle, María, a él, Arturo. La pantalla nos ofrecía la imagen de un hombre y una mujer sentados tras de una mesa de comedor oscura. María hablaba despacio, sin apartar los ojos de la cámara, sin ese nerviosismo acelerado de quien sale por primera vez por la tele. Arturo estaba en silencio, como ido, mirando sin ver, oyendo sin escuchar. Poco a poco María fue desgranando su historia. Hasta hace cuadro años trabajaba en una fábrica -Dijo-. Era un hombre fuerte y alegre. No la alegría suprema, pero, lo normal. Aclaró. Ahora ya lo ven, parece un vegetal. No habla, no sabe quién es él ni quién soy yo. A veces cree que soy su madre y dice mamá, mamá y se calla.
Esto es muy duro. Dice, luego bebe un poco de agua y se aclara la garganta. Un silencio irrumpe en la pantalla. Los sentimientos son como lavas hirvientes, como sangre olorosa y fértil, como clavos suaves donde agarrarse para no caer. Esto no es vida. Prosigue. Es como estar muertos. Toda la casa esta llena de fotos y pasa por ellas como un extraño. Tengo que hacerle todo. Afeitarlo, darle de comer, acostarlo.
No!. Comenta alzando la voz. No digan como todos que es como un bebé. Porque un bebé sonríe y él no sonríe nunca. Parece como si no hubiéramos vivido esta vida, como si esta vida que yo recuerdo fuera de otros. Esta enfermedad nos lo ha robado todo.
María guarda una pausa. Intenta proseguir, pero rompe a llorar.
Arturo que parecía estar en otro momento, en otro lugar, mira a la cámara, lo cierto es que nos miró a todos nosotros. Luego giró la cabeza y observó un instante a su mujer y se echó a llorar también. Qué quieren que les diga. Yo también lloré. Y aunque les parezca cruel, no con las lágrimas de impotencia de Arturo o de María. Sino con lágrimas vivas de certeza y también de esperanza de saber que a pesar de todo aún queda un rincón en mi memoria donde se aferra la ilusión de que no todo en mi vida se ha perdido... todavía!.
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